Notas al pie de página

El 13 de diciembre de 1828, hacen hoy 191 años, el General Juan Lavalle fusilaba en Navarro a Manuel Críspulo Bernabé Dorrego. La historia es mezquina adrede y Manuel Dorrego, quedó en los libros apenas como un asesinado célebre de la Argentina. La historiografía oficial nunca reveló, por vergonzante culpa o interesada maledicencia, la condición de creador del federalismo nacional y popular que distinguió a Dorrego.
Allá por 1827 Bernardino Rivadavia, primer endeudador serial del país, dejó al estado nacional convertido en tierra arrasada y con sus resortes económicos en manos del imperio británico. Dorrego, el futuro fusilado, llegó al poder con pronóstico de fracaso inminente. Lord Ponsoby, representante del Reino Unido por estos pagos escribía a su rey, que lo envió al Río de la Plata porque el Lord le quería robar una amante, pero esa es otra historia. Ponsoby, decíamos, escribía sin medias tintas: «veré su caída (la de Dorrego) con placer...».
Pero Manuel Dorrego rompió el molde de los gobernantes de la época. Suspendió el pago de la deuda externa hasta tener con qué, frenó una inflación galopante fijando precios máximos al pan y la carne, prohibió el monopolio de comercialización de los artículos de primera necesidad y, atención a esto: prohibió las exportaciones de oro. El oro era la moneda fuerte de aquellos tiempos, y se fugaba del país sin pausa ni control.
Quizás allí Manuel comenzó a tejer su destino de fusilado, cuando sancionó la ley de curso forzoso con inconvertibilidad de la moneda en metálico, para detener la estruendosa fuga de capitales. Capitales que se iban en barcos de bandera inglesa. Algún impulso fusilador habrá provocado también en sus enemigos, cuando reveló que los rivadavianos (Bernardino incluido), habían sido funcionarios del gobierno nacional y a la vez gerentes y accionistas de empresas británicas. Y por qué no, alguna sed de su sangre habrá incitado cuando a la vez que suspendía el pago de la deuda externa, revelaba que Rivadavia la había incrementado de 1 millón, a 13 millones de pesos de entonces. Y en fin algún deseo de plomo en sus carnes, seguramente despertó en lo que él llamaba la «aristocracia mercantilista», cuando ideó un sistema de préstamos a bajo interés para detener la usura.
El poder mediático de la época por supuesto hizo lo suyo, para facilitar a Dorrego el destino de insigne fusilado. Los pasquines financiados por británicos y sus aliados vernáculos, escupían indignación ante «el gobierno de la chusma». Y la «clase decente» de Buenos Aires ya ansiaba el cadáver perforado de Manuel, pero siempre en voz baja y sin poner el gancho.
Cuando explotó la revolución del 1 de diciembre, planificada con la característica perfección inglesa, el fallido poeta Salvador María del Carril escribía con dudosa rima: «La clase baja ya no domina, y a la cocina volverá». Juan Lavalle había cazado a Manuel Dorrego en Navarro, y pedía instrucciones sobre qué hacer con «el discípulo de Artigas».
Los rivadavianos le responden con cartas que no llevan firmas, «una revolución es un juego de azar donde se gana hasta la vida de los vencidos cuando es necesario...», le dicen. No ponen el gancho pero le mandan el borrador de un parte de fusilamiento.
Preparen, apunten... fuego.
Mientras el cuerpo de Dorrego aún humeaba, la cotización del oro saltó a 63 pesos para llegar a 100 meses después. El Banco fundado por Rivadavia volvió a ser un instrumento en manos de los ingleses, y el peso tornó a ser convertible en metálico para fugarse a través del puerto.
La venganza fue inmisericorde y el odio a las «clases bajas» se desató en una orgía de sangre. Unos mil gauchos fueron degollados en la campaña bonaerense, y por primera vez las defunciones fueron más que los nacimientos en esa provincia.
En febrero del 29 y en medio del terrorismo de estado siglo diecinueve, llegó San Martín a Buenos Aires; había decidido volver cuando supo que gobernaba Dorrego. No lo dejaron bajar del barco y se pegó la vuelta.
El retorno frustrado del Padre de la Patria apenas se menciona en los textos escolares. Y Manuel Dorrego quedó, simplemente, como El Fusilado.
H.B.
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